Allí donde íbamos,
por más remoto que fuera,
siempre había turistas.
Esos de los que
nos gustaba hablar
mientras se comían
la típica paella
de Cuenca
hecha con arroz "Brillante"
en el caso antiguo del lugar.
Generalmente en verano
a 40 grados centígrados,
da igual la hora,
allí están ellos,
blanquillentos y con pecas.
También sus hijos,
tan correctos y educados
que han viajado
más que tú
en toda tu vida adulta.
Y nos burlamos
de su estética
como si fuéramos
de un orden superior
hasta que nos hablan
en nuestro idioma
bajándonos
al nivel más inferior.
Esto es racismo,
del refinado
pero racismo,
y lo hemos practicado.
Podemos decir
que es cultural
comer paella
en casa de tu madre
los domingos;
lo que no debería
ser cultural
es mirar por encima del hombro
mientras otros
comen paella
en un restaurante
de dudosa especialización
a 30 euros la ración.
Los impostores no son
quienes comen paella
con caldo y arroz pasado,
sino el que pone el precio
y los que, ajenos,
nos reímos de ello.
Todas las paellas
y quienes las consumimos
deberíamos ser
como aquella
que nos comimos
hace un par de veranos
en Xàtiva,
a ras de humildad de la paellera,
en su justa medida de prejuicios
y sin que el arroz se pase
para sentir el peso
de la importancia
de lo que verdaderamente
importa:
que esté buena
y que todos tengan derecho a ella.
_A Jarocho_
Nota de autor: Un texto de cuyo título no puedo apropiarme V.
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