Bajo a mi perra
en plena cuarentena.
Casi nadie por la calle
y yo no sé
si me arrastra mi perra
o la arrastro yo a ella.
Al parque de enfrente de casa.
Solo nos separa
un paso de cebra.
A lo lejos diviso
a un chico apoyado
en una verja.
Me devuelve la mirada
a decenas de metros.
Voy hacia él
porque está justo
en el camino
que suelo hacer,
le describo
de arriba a abajo:
pelo de Skándalo,
gafas de malote,
sudadera a cuadros,
pantalón ancho de chándal,
zapatillas...
...no llegué...
...imagino que Nike y negras
por eso de los prejuicios.
A todas estas
ya estamos próximos
y nos hemos cruzado
las miradas varias veces,
como un baile
perfectamente
coreografiado
en el que cuando me mira
yo bajo la mirada
y en el que cuando le miro
él me mantiene la mirada.
Me acuerdo de mi adolescencia
y lo mal que lo pasaba yo
con estas cosas.
Saco mi móvil del bolsillo
para disimular
mientras él inicia
su marcha hacia mi.
Son unos segundos tensos
en los que me mantengo firme.
Mi perra se pone a cagar
y él está a escasos metros.
El corazón late deprisa
y pienso en las posibles
reacciones y en las opciones
que me quedan.
Estamos demasiado cerca
como para no hacer algo,
así que lo hago.
Saco mi mano agarrotada
del bolsillo,
la levanto al mismo
tiempo que la abro
y digo -¡Hola!-.
Su árido semblante cambia
de modo repentino,
sonríe apurado
y dice -¡Ey!-.
Dejó de mirarme
y se alejó
con paso taciturno.
"Tus ganas payaso", pensé.
Hay que demostrar
ser más listos que ellos.
Con eso basta.
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