martes, 6 de diciembre de 2022

Se llama Dolores pero la llaman Lola

Se lo escribo y leo
en voz alta a mi abuela
antes de que se muera.
No es que se vaya 
a morir pronto,
pero es que no quiero
expresarlo a título póstumo
cuando ella solo sea
uno de mis mejores recuerdos.
Se lo voy a contar todo
a la cara,
para que cuando se tenga que marchar,
alguien le haya dicho
la auténtica verdad
y se pueda ir agustita.

Y lo haré en Nochebuena,
cuando estemos 
tod@s juntit@s,
como le gusta decir
a ella con orgullo.
Durante la semana
espera ansiosa
que sus niet@s y bisniet@s
bajemos el domingo 
a casa de la nuera
para comer.
No siempre podemos
complacerla,
pero cuando lo conseguimos
sus arrugas se multiplican
por la sonrisa
que se le encaja en la cara.

Se casó con un artesano
de la madera
y tuvo tres varones,
los dos pequeños
altas torres,
y el mayor,
el más bajito,
mi padre,
el que más se la parece.
Se metió a su madre
en la mochila
para llevársela a todos
los hogares que tuvo,
mi bisabuela Carmen.
Fueron inseparables
con toda su felicidad
y todo sus lamentos.

Hace demasiados años
que Pedro y Carmen
desparecieron.
Desde entonces,
Lola ha albergado
en su casa
las crisis de sus hijos
y la crianza de sus niet@s.
Como si de una casa de acogida
se tratase,
por ese hogar
de infraestructura extraña,
hemos pasado tod@s
l@s que llevamos
el apellido Candel
a la espalda.

Ahora se maravilla
con todos los avances
en esto de acompañar
a la infancia
y con casi noventa años
se pone a la altura,
de cuclillas,
de las que van a ser
sus últimas alegrías,
Enzo y Gala.
Ella recuerda constantemente
como de noche,
entraba en la habitación
sin calefacción, con vaho,
donde dormía su trío,
y les sacaba la pilila
para que hicieran pis
en un objeto metálico.

De Orcasitas a Vicálvaro,
desde el barrio de Japón
hasta el barrio de Ambroz,
acompañó sin rechistar,
hizo y deshizo,
cuidó y reventó de amor,
a sus hijos y su marido
en un mundo de hombres
en una época aún
más difícil para las mujeres.
Pero en sus relatos
de la historia
solo hay bondad, agradecimiento
y nostalgia.
De lo único que no ha conseguido
desprenderse mi abuela
es de los tres cordones umbilicales
que la unen a sus hijos.
Cuanto ha sufrido por ellos,
por sus procesos y sus historias,
por eso siempre han acabado
volviendo a aquella casa extraña
en la que yo también
viví de pequeño
de lunes a sábado.

Esta señora con diabetes
tiene un hijo
que le corta las uñas de los pies;
otro hijo del levante
que le llama todos los días
por la noche
para intercambiar 
retales de aventuras;
y otro con el que ve
los partidos de fútbol
los domingos,
mientras se contienen 
mutuamente los corazones
para que no infarten.

Mi abuela es mi madre,
mi padre, mi hermana
y mi amiga.
No recuerdo jamás
haberme enfadado con ella
ni cualquier ápice de sentimiento
en el que haya brotado 
algo de decepción.
Es una mujer que vive
en el centro
de toda preocupación,
por eso se bajaba 
a la ventana de la escalera
a esperar que aparcase
cualquiera de las visitas
que le alcanzasen.

Mi abuela podemita,
más progresista
que toda la bancada felipista
que nunca ha hecho 
de este país, un país grande.
Construyeron el país
mujeres como ella,
invisivilizadas por la sociedad
y encerradas entre cuatro paredes
mientras preparaban y acicalaban
a la que iba a ser la siguiente
generación.
Por eso flipa ahora tanto 
con la mía,
por todos los avances
y todas las conquistas.
Y te pregunta
con actitud científica
y lo interioriza
con el máximo respeto
de una brecha generacional,
que algunas veces,
no nos permite esta
en el mismo bando.

Mi abuela huele
a mecha de vela encendida
cuando le pedía
al Santo de turno
que todo le fuera bien
a l@s suy@s.
Mi abuela sabe
a patatas al ajillo
y chuletas con bechamel,
pero también a croquetas
y torrijas.
Cuando la toco,
me recuerda al roce
de su mano
al llevarme
a cualquier extraescolar,
por ella empecé a jugar al fútbol.
Mi abuela estuvo, vio y sintió
el Día de la Pedida,
el del Secreto de Neruda,
y me lo recuerda entre lágrimas
por la emoción desbordada
de haberlo experimentado;
suele decir que ella nunca
había visto algo tan bonito.
A mi abuela hay que ir
a verla para tomar
un café negro
con una galleta María
para escucharla hablar
sobre su pasado y todas
las personas que lo conforman
o lo conformaron.
Los cinco sentidos de mi abuela
sirven para redifinir 
los tuyos,
y así disfrutarla como se merece.

Con todo y con ello
mi abuela siempre dice
sentirse sola,
y aunque no está desatendida 
ni mucho menos
mal acompañada,
tiene razón en lo que dice
y en la expresión legítima
de sus sentimientos.
Yo sé que si pudiera,
mi abuela se compraría una finca
y nos diría que nos fuésemos
tod@s a vivir con ella.
En realidad tiene esencia
de matriarca,
pero nunca le ha dado la voz
como para significarse tanto.
Por eso, cuando habla mucho
rato por teléfono
se acaba quedando afónica,
porque tiene tanto 
que contarte
que no acabaría nunca.
Entonces su cuerpo 
le pone un límite
y la regula
hasta la próxima vez
que quiera intentarlo.

Mi abuela quiere
estar informada de todo,
porque la ausencia
de información
le hace sufrir de veras.
No tiene que ver
con un ánimo controlador
o una sensación de poder,
tiene que ver
con el derecho
a una información veraz y transparente.
Y vuelve a tener razón, 
las cosas que no se nombran
no existen y por tanto
no pueden ser cuidadas.
No somos nadie
para pensar por ella
lo que le va a hacer daño
o no,
ella está capacitada y empoderada
para decidir y sentir
por ella misma.

Mi abuela es una persona
con diabetes
dependiente de amor
por l@s suy@s.
Es una mujer sana
que ha tenido sus sustos,
sus dificultades y sus pesares.
Le aterrorizan las tormentas
y que la gente se pueda
olvidar de ella.
Recordar que lo que no 
se nombra, no existe
y no puede ser cuidado.
Pues con ese interés intenso
ha vivido Lola toda su vida.
Fue el primer nombre propio
que llegó a pronunciar Enzo.
Eso también forma
parte de su memoria, 
cuando vuelve a su casa extraña,
a solas, y rememora
todo lo acontecido.
Todo ello la mantiene viva.

No sé cuantos años
nos quedarán juntas, abuela,
pero yo te lo digo a la cara
y no en futuras misas
que no significarán nada.
Bien despierta, bien atenta,
mientras te limpias
el lagrimal con el pañuelo:
Gracias por todo,
gracias por acompañar
gran parte de mi infancia
y por ser responsable directa
de quien soy hoy;
gracias por los cuidados
y por meterme 
en tu cama pese a las patadas;
gracias por mirar a mis hij@s
como se reza a los símbolos sagrados;
gracias por el sofá de mi casa
y por las únicas pagas
periódicas que tuve;
gracias por estar en 
los días más significativos 
de mi vida,
en las graduaciones, 
en las fiestas,
en los cumpleaños
a los que me invitaban;
gracias por estar en los viajes
y ser el monumento
gratuito y público
que todo el mundo
merece admirar;
gracias por esos días en coma
y entubada,
donde me enseñaste
que a veces 
hay que parar,
dejarlo todo
y volver más fuerte;
gracias por la biología,
porque si no fuera por ti,
mis hij@s y yo no existiríamos;
gracias por ser una
de las maestras de mi vida
sin estudios,
que apenas sabe leer y escribir,
de ti aprendí lo más importante,
el amor incondicional por el otro
y para eso no hace falta
saber leer ni escribir;
sin embargo te escribo
todas estas palabras,
con sus letras,
sus significantes y sus significados,
para devolverte,
aunque solo sea un poquito,
todo lo que te debo
desde el día de mi nacimiento.
Y te lo digo en vida
para que cuando te vayas,
lo hagas agustita
y con la conciencia tranquila,
colmada en emociones
y sabedora de todo
lo que has hecho por nosotr@s.

Te doy el mayor de los reconocimientos
que se me ocurren,
el de regalarte un texto
donde se recojan
las palabras precisas
que hagan justicia
a tu historia de vida,
con todo el recorrido 
que ello supone
y cada uno de los éxitos
que has tenido.
Te celebro 
en medio de una operación
a corazón abierto.

Solo me queda una cosa
por decirte, abuela, Dolores, Lola:
Democracia
no fue la del 78,
Democracia fue 
el día que te conocimos
y aprehendimos,
con esa letra muda
que os ha silenciado
toda la puta vida.
Te quiero, hasta siempre y después.

_A la bisa Lola_

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