El niño
se sujeta
a la barra
con fuerza
adulta.
Su presencia,
tierna y
distraída
solo es
interrumpida
por el contoneo
del trayecto.
Lleva gorro,
el abrigo
desabrochado
y una tarjeta
atada
a una cinta
que cuelga
de su cuello,
el abono.
Su piel
de canela
contrasta
con sus
ojos grandes
y oscuros,
tan marrones
como la turba
del suelo.
Abre la boca
de vez en cuando
y se dicierne
que está mellado,
un hueco
por donde
se cuela
el aire
para dar
aliento
a una vida
con tan poco
recorrido.
Le acompaña
su hermana,
algo más mayor,
pero aparentemente
con la misma
fragilidad.
No es la primera
vez que les veo.
Me gusta
encontrármelos
los días impares
y observarles
sin mala
intención,
para luego
descubrirles
De estas cosas
que no hay
que buscarles
el sentido,
que te gustan
y no hay
más explicación.
Que causan
placer
y parecen
un regalo
que no te mereces.
Pues yo
lo aprovecho
y lo recojo
aquí,
otra historia
anónima
que jamás
será
reconocida
por su protagonista
principal.
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