de la literatura infantil.
Esa especie de puzzle
entre la ilustración
y el texto que le acompaña,
como la madre que
duerme a su hija
en regazo mientras
baila al son del tarareo.
Palabras imposibles
que existen
porque deben
ser aprendidas
y el primer paso
es pronunciarlas.
Dan igual las edades.
Tenemos la capacidad
de adaptación.
El esfuerzo del análisis
y la transformación.
Pasar cada página
con la delicadeza
del tacto
al tocar a un recién nacido.
Ojalá nos tocasen así
durante toda la vida,
pese a las arrugas,
pese al desgaste,
pese a las malas experiencias.
La historia de cada día
y la historia de cada noche.
Repetirlas hasta la saciedad
porque eso les aporta seguridad,
hasta que sean capaces
de anticipar las suficientes cosas
como para que el sobresalto
no les haga tambalearse.
Son como las estrellas
que titilan de madrugada,
silenciosas pero imponentes
ante una mirada
que sólo aporta cosas buenas.
La tapa dura
y la hoja blanda
para que estén
representadas
todas las partes
importantes.
El llanto que comunica
pero no llega a ahogarse
porque hemos comprendido
lo que tiene que ser atendido.
Un comienzo,
un desarrollo
y un final
donde se incluyen
todas las notas musicales,
porque el arte
es camaleónico
y alberga
las cuatro estaciones.
La memoria
de lo que una vez
te contaron
y muchos años después
reproduces con tus retoños.
Somos las clases populares
que tienen su razón de ser
tanto en cuanto
hagamos presente
la transmisión oral.
El romancero gitano,
feminista y republicano.
La transversalidad
de cada cuento
a través de sus conceptos,
temas e ideas.
Como decía,
la poesía implícita
de la literatura infantil.
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