me habían dicho
mi mamá y mi mujer.
El otro día me lo dijo
la madre de una
buena amiga.
Y halaga,
halaga tanto como
una sesión de aplausos.
Me hizo recordar
que siempre quise
cambiar el color
de mis ojos
en la adolescencia.
Si algún aspecto
físico me obsesionó,
fue el matiz de los iris.
Ahora le miro a él,
directamente a sus ojos,
y la veo a ella,
a su mamá,
porque de ella los tiene,
tanto la forma,
como la prominencia,
como la expresión
de todo el potencial
de su sentido de la vista.
Es como mirarse
al espejo
y reconocerse
sin irregularidades.
Jugar con la memoria
y sus recuerdos
y ver imágenes
de lugares conocidos
donde he encontrado
el bienestar.
Un patrimonio gráfico
donde me centro
la mayor parte del tiempo;
porque si mi mirada
es atenta y cuidadora
es cuando le observo.
Y el color que tiene él.
Mejor dicho,
los colores
que tiene él.
Son lo que me recuerda
a mi mismo.
Ese marrón de raíz,
suave y decoroso,
con retales de postre
y tierra húmeda.
Con ese color
de piel bronceada,
casi étnico.
Sus ojos son suyos.
Pero también son
los de su madre.
Pero también
son los míos.
Estamos dentro
del mismo globo,
con las mismas venas
y con la diltacion
oportuna para poder
caber todas.
Otro día escribiré
sobre su boca,
que es de su madre
y también es mía.
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