disfrazado de lunes.
Menos mal que hemos aprendido
que ya estamos
las suficientes horas
fuera de casa
como para seguir invirtiendo
los minutos extras
en productividad,
en lugar de hacer
el camino de vuelta.
Eso no nos hace peores,
nos hace más justas
con nuestras circunstancias personales,
cada una las suyas,
igual de importantes
las unas y las otras.
Aquel martes
intrusivo del lunes,
vi al cachorro mayor
una hora por la mañana.
Y todo gracias
a sus madrugones
empeñado en levantarse
cuando no asoma
ni un ápice de claridad.
Sí, otro texto sobre
conciliación y crianza,
sobre el amor
y el tipo de acompañamiento,
sobre la culpa, la impotencia
y el sistema.
Si te saturo, cambia de blogger.
Vuelvo doce horas después
con la sensación
de haber hecho
un buen trabajo,
de haberme implicado
lo suficiente,
como para darle mil vueltas
a la gran mayoría.
No pasa nada, es mi elección
y no es reprochable.
Ahora bien,
al girar la llave de la cerradura
surge mi mundo auténtico,
el mismo en el que
he pensado
en varias ocasiones
durante la jornada.
Faltaría más ¿No?
No soy de los que mira el reloj,
pero ya tampoco soy
el que permanecerá
quince minutos de más
por el qué dirán
o por la puta culpa, otra vez.
Suelo procurar,
al salir de casa cada día,
tirar una mochila
llena de culpa y de prejuicios
al contenedor naranja,
porque ni siquiera
tengo la esperanza
de que puedan ser recicladas.
Depojarme de toda miseria
que me haga sentir mediocre
y buscar el equilibrio
entre mis obligaciones laborales
y mis ideas conciliadoras.
Lo dicho, giro la llave
y emerge mi mundo
verdadero
con todas sus novedades,
contando las alegrías y las penas,
los éxitos y las decepciones,
las sorpresas y los desencuentros.
Y me mete una hostia frontal
que recibo
sin atisbos de esquivas,
con la mirada puesta en ell@s
y el gesto tan abierto
como me permite el universo.
Ya habían cenado l@s dos,
ya habían sido acompañad@s
adecuadamente por la tarde
por otras personas
a las que aman
pero que no eran yo.
Incluso así, está bien,
tener una red que te apoye,
un sostén de confianza
en el que poder delegar
y respirar tranquilo,
menos mal,
somos unas privilegiadas.
Muchos besos,
un puñado de abrazos
y preguntas rápidas
que no obtienen respuesta
porque ell@s están
a otra vaina.
Pero el día empezó
muy temprano
y hay que empezar a cerrarlo,
aunque no quieran,
aunque yo verdaderamente
tampoco quiera,
por salud mental para tod@s.
Últimamente es mamá
quién duerme al cachorro
y yo a la cachorra,
pero esr día
pude acompañarle yo.
Le conté el cuento de
'El gigante más elegante',
nos echamos unas risas
y ritual de frases
que solo él y yo manejamos.
Le conté mi día
y él me contó el suyo.
Lo más significativo para él
es que obtuvo el permiso
en el cole,
de salir al patio sin abrigo.
Una especie de victoria
sin resistencias
que para él significó
muchísimo.
Porque está en esas,
en la de no querer
ponerse nunca el abrigo,
y aunque yo se lo planteo
como una línea roja
que no puede cruzar,
le entiendo,
muerte a los abrigos,
no por el hecho del frío,
sino por ser una capa más
que oculta nuestra autenticidad.
Salí al patio sin abrigo, papá.
Me alegro que pudieras, hijo.
Estoy tan contento como tú.
Inmediatamente se me olvidaron
todas las cosas buenas y malas
que sucedieron ese día
y me quedé navegando
en esa frase
que implicó un suceso
que para Enzo
fue muy llamativo.
Nada más importaba.
Y me volví a reconocer en él
cuando por las mañanas,
pese al frío,
me empeño en salir sin abrigo
porque me molesta.
Supe que no era
una cosa de niñ@s,
sino que iba a ser otro
detalle en el que nos pareceríamos
para siempre,
una actitud que compartiríamos
para siempre
aunque su día y el mío
no estuvieran conectados.
Una forma de coincidir
sin vernos,
de expresar lo mismo
cada uno con su lenguaje,
de encontrarnos
en conceptos, ideas y decisiones
que nos aportan bienestar.
Se durmió enseguida.
Estuve con él
una hora por la mañana
y apenas una hora por la tarde noche,
pero me regaló
un día sin abrigo,
su sonrisa de orgullo
entre la penumbra,
y un tono de voz lleno de dignidad.
Dejé de pensar en los lunes
y en los martes
y en los miércoles...
...para solo volcarme en él,
en él y en todo ese tiempo
que pasan cosas
y no estamos juntos.
Encontré el alivio que necesitaba,
aunque irremediablemente
cuando esto pasa,
el siguiente paso
es desgranarse en pensar y sufrir
por todos los momentos
en los que me equivoco,
en los que le resulto injusto,
feo o desagradable.
Y vuelve la culpa.
Y me acuesto con ella.
Y la rumio durante toda la noche
llena de despertares y legañas.
Hasta que a la mañana siguiente,
cojo esa mochila con fuerza
para bajarla al contenedor naranja
y tirarla con rabia
sabiendo que nadie va a ayudarme,
que no va a ser reciclada.
Y empezamos de nuevo.
Y pase lo que pase,
a partir de ahora,
lo haremos sin abrigo,
los dos,
de la misma manera.
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