y se nota en las ventanas abiertas
de los autobuses.
También en las chaquetas
desabrochadas de las más valientes
y en algún que otro ombligo
descubierto
que sale de su hibernación.
Tres autobuses diarios
de ida y vuelta
desde octubre del 22
al comenzar la escuela.
Y claro, en este tiempo
las caras se vuelven conocidas,
como conocido es el crecimiento
y la evolución de Gala entre
asientos reservados
de color verde
y espacios para vehículos
no motorizados
y alguno que otros que sí.
Ella va siempre tan simpática
y disponible,
con su lazo en la derecha
para imprimir fuerza
por la izquierda,
levantando su mano
y haciéndola bailar
y mirando con honestidad
a personas que a lo mejor
no se lo merecen,
pero eso nunca lo sabremos.
Busca desesperadamente
un feedback entre los madrugones
de la clase obrera,
todavía no sabe
que la gente no suele
ser feliz a esas horas.
Incluso así lo intenta
y no son pocas las veces
que lo consigue.
Correspondida con una
tierna mirada,
una palabra amable,
un contacto delicado
con una mano extraña.
Es verdad que no tengo carné
y que llevan muchos años
reprochándomelo,
pero también es verdad
que nunca me he quejado
ni me he acomodado
a no llegar a un sitio
por el hecho de no conducir.
Tengo tres años para demostrarlo,
para demostrárselo
sobre todo a ella.
Nunca dejé de explorar
por la lejanía del destino
o por la complejidad
de su itinerario.
Me armé de libros, cuadernos
y cualquier objeto con tinta
que me permitiese
relatar a aquella persona anónima,
aquella imagen inspiradora
o aquella idea inesperada.
El primero de los autobuses
que cogemos
suele ser el que va más lleno.
Hay veces que tenemos que dejar
pasar varios
para encontrar el hueco reservado.
No pasa nada
porque siempre vamos
con el suficiente tiempo,
pero me jode un poco
que la gente,
no por mala educación,
sino por ignorancia o inconsciencia,
no nos ceda el paso
o no sea copaz de anticipar
que si pasara con el carro primero,
luego no tendría que molestarles
o arrollarles los pies.
Como digo,
el primer autobús
es el del barrio;
una línea que hace tiempo
comunicó el vecindario
con el centro en pocos minutos.
Una especie de tren
de alta velocidad
como el que necesitaría
Extremadura.
Es en el que Gala suele desayunar
cuando me agacho de cunclillas
apoyando la mochila en el suelo.
Ella es capaz de interpretar
cada situación.
Me señala el neceser
que oculta los alimentos
para recibirlos
con sorpresa y satisfacción.
Que si un poco de pavo,
de mandarina, fresa o plátano
en cachitos,
pan con aceite y tomate
o alguna galleta
que nos permite
salir del paso.
Últimamente hemos añadido
el queso y los yogures.
En él podemos coincidir
con Valentín,
el vecino paseador de perros,
con aquella vecina que me dejó
de saludar y todavía
no he descubierto el motivo
pero que me lo tomo a juego
porque sé que la pone
nerviosa tenerme cerca,
con la madre tímida y religiosa,
con las 5 mujeres que no paran
de hablar dirección al Marañón,
con abuelitos que siempre
tienen alguna cita,
con el papá de Thiago,
aquel venezolano tan educado
que siempre pregunta
por nuestra familia,
con el señor invidente
que guía sus pasos
por el ruido de los coches
porque el último semáforo
al que se enfrenta
no tiene señales acústicas
y con much@s más.
Una vez llegamos a O'Donnell,
suelo reclinarle el carro
porque suele levantarse a las 06.00
y porque suele necesitar dormirse.
Pero cuando eso no ocurre,
esperamos el segundo autobús
con la señora del pelo amarillo
que siempre nos cede el paso
porque le gusta intercambiar
alguna sonrisa con la niña.
Es entonces cuando
incumplo la norma,
movilizo el carro
y cojo a Gala para elegir un asiento.
Un asiento que parecería
el de una montaña rusa,
siempre dispuesto para los baches,
los frenazos sin empatía
y todo lo que pueda servir
como agarre.
En el 156
también suele estar
el hombre que por edad
podría estar jubilado,
Miguel,
pero que ha preferido esperar
a que su mujer también
lo esté.
Y lo entiendo;
afrontar una soledad repentina
y diaria de ocho horas
no debe ser fácil.
Ese mismo hombre
que tiene familia en Mallorca
y se conmueve
por mi bandera republicana
y mi parche de las Brigadas
soñando con nostalgia
en tiempos mejores.
Antes del siguiente transbordo,
solemos encontrarnos
con Abril, Olivia y su madre
que no sé cómo se llama,
pero hoy mismo se lo pregunto.
Una familia adorable
que se alegra cuando ve que Gala
está despierta
y la pueden regalar
algún papelito
que se han encontrado
por la calle.
Ellas también vienen
de lejos porque antes
cogen un autobús verde,
y los lunes suelen contarnos
sus planes de fin de semana.
Bajamos del penúltimo bus,
el cuál, no suele
situarse cerca y en paralelo
de la acera para facilitar
el acceso
y nos dirigimos a por el último
de ellos,
quizás el más impersonal de todos
porque podemos elegir
entre 6 opciones
que nos suba
la calle Avenida Ciudad de Barcelona.
Allí nos juntamos
con mucha adolescencia
que va a lo suyo,
con algún que otro carrito
y con gente elegantemente vestida.
Porque según avanzamos
por los barrios,
también vemos
la evolución de la clase social
por mucho que utilicen
el autobús público.
Depende el bus que cojamos,
en una o dos paradas
llegamos a nuestro destino
y Gala,
despierta o dormida,
ha cumplido con su itinerario
adecuadamente,
con paciencia
pese a solo tener un año,
con buen ánimo
pese a las horas intempestivas,
con solidaridad
pese al mar de gente
donde es infeliz cualquiera.
Empieza su jornada de casi
ocho horas
donde suelo advertir,
incrédulo,
que tenga que soportar
una jornada laboral
igual que la mía.
Incluso así,
he de conformarme
por poder llevarla y recogerla
y por saber que está
en la mejor escuela.
Como veis,
lectoras,
tenemos mucho más transporte
que cualquiera de vosotras,
y eso no nos hace mejores,
pero sí que nos sitúa
mejor en el mundo
para descubrir
todo lo que nos ofrece el entorno.
Tú, a solas con tu coche
y una emisora de radio
equidistantes,
sumida en tus pensamientos prófugos
e intentando practicar
en el espejo del coche
tu mejor sonrisa.
Efectivamente,
cada una como puede
y con sus posibilidades,
pero mi hija,
mi hija es la reina de los autobuses,
una reina sin corona ni collares,
con una braga que le tape el cuello,
un abrigo heredado
y restos de comida por todas partes.
Cuando por el motivo que sea,
ella se queda en casa,
puedo escuchar música,
leer o escribir en el trayecto,
pero siempreanhelaré
la presencia de una de mis
mejores referentes.
Podré hacer el camino
de ida y vuelta más deprisa,
pero con un poco menos de sonrisa,
porque la sonrisa
también es cuantificable,
eso me lo enseñó ella.
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