miércoles, 30 de agosto de 2023

La balada de San Miguel de Aras

En apenas dos horas,
llegamos al sol dulce de Laredo
desde Francia.
Doce kilómetros al interior,
entre las curvas
del río Clarín,
estaba nuestra Villa Palacio,
la del jardín estratosférico
y la casita neoclásica.
Como una marea que sube
en pocos minutos
y cambia el paisaje
de manera radical,
así pasamos nuestros días
en Cantabria.

Nos alcanzó la nostalgia
con un porteo
que nos ha salvado la vida
incontables veces.
Esta vez,
para subir a La Atalaya
y el fuerte de El Rastrillar,
cargando a l@s cachorr@s
indistintamente
entre pecho y espalda.
Así es como logramos 
llegar a lo más alto
para confundirnos con las vistas
y que las vistas no fueran
lo más bonito.

Desde El Puntal de la playa,
no solo cruzamos en barcaza
al otro lado,
sino que hicimos
un parque Jurásico
con la arena,
el agua y las corrientes.
Un tiempo inconsciente
y suficientemente cronometrado,
como para comer en Santoña,
comprar un Teranodonte
de 24 pavos
y volver a nuestras toallas
angustiadas
por la cercanía del mar.
Con lo pequeño que es el mayor,
es la segunda vez
que hacemos este itinerario,
pero ahora con su hermana
caminante,
para que se sigan
y descubran juntas,
un norte
del que sus pamadres
llevan toda la vida enamoradas.

Los desayunos triplicados,
las siestas en el coche,
los parques techados y bien pensados
y por supuesto, 
toda la tipología de animales
de granja
para hacer de los cuidados
algo que transcienda
a las humanas.
Nos fusionamos con
las dos vaquerías lecheras
donde los terneros
estaban separados de sus madres,
quizá,
para que se sintieran menos solos,
quizá por un amor animal
e inexplicable
con el que hemos crecido
en nuestras casas.
Burros, ovejas, cabras,
gallinas, perros, gatos,
lagartijas, caracoles, caballos,
orugas, babosas...
...pobre bicho de la pared.
Este verano no descubrimos
ningún dibujo nuevo
por eso de que Bluey
ya ha cubierto todas
nuestras expectativas.

El día en que los cirros
se pusieron de acuerdo
para pisar la hierba húmeda
del cantábrico,
desde Santander
hasta San Miguel de Aras,
un pueblo random 
que nos sirvió de excusa
y objeto
para quedarnos en cueros
y recorrernos
por dentro y por fuera
sin contextos laborales
de por medio.
Ya casi es rutina
encontrarnos
lejos de casa,
para descubrirnos
partes ocultas
que la ciudad esconde
por la polución.

También nos hicimos
una cueva,
la de Pozalagua,
enmarcada junto al
Parque Nacional de Armañón,
donde a través de miles 
y miles de años,
la naturaleza esculpe
en la oscuridad,
un paisaje digno
de ser mencionado.
Rodeada de canteras,
primero,
y anfiteatros culturales
después,
despegamos nuestros brazos
en el mirador,
para sentir
la imposibilidad de volar
por nuestras anatomía
y la gravedad,
pero con los sueños
y las ideas bien puestos
en nuestras cabezas.

Antes, habíamos acudido
a un centro de acogida de animales,
donde se les proporciona
una segunda oportunidad
para vivir con dignidad.
Las historias de tráfico ilegal
y maltrato,
nos recordaron
que nadie está a salvo
de la crueldad humana,
pero que somos más
las buenas que las malas,
solo tenemos que hacernos notar.
Desde Biáñez,
con el río Carranza
bordeándolo todo,
nos dimos un festín animalista
y jurásico
de conciencia y compromiso ambiental.

Una semana entera
durmiendo todas
en la misma habitación,
con sitios intercambiables
y una elegante araña
tejiendo su hogar y su trampa.
El poder de la naturaleza,
con su flora y fauna,
nos hizo recuperar la fe
y el instinto
de nuestras prioridades:
viajar juntas con todo
el respeto del mundo
y todo el amor del universo.

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