miércoles, 22 de febrero de 2023

Con la cara de amarillo

La sensación de estar
cangándola continuamente.
La de intentar hacerlo mejor
e instantes después joderla
sin remedio alguno.
Es una sensación humana insoportable
y no por ser conscientes
resulta fácil atajarla.
La puta culpa y los remordimientos.
Lo que te recomcome día y noche
y se vuelve a repetir
el día siguiente
y a la noche siguiente.
El no parar a tiempo.
El reconocerte oscuro.
La jodida sensación de fallarles
y por tanto, fallarte.
La responsabilidad del adulto
de dar cobijo al niño
y sentir que otra vez,
te has vuelto a equivocar.
Y ell@s sin juzgarte,
y tú criminalizándote,
y mientras la huella
que se queda plasmada
sin hacer ruido,
pero con consecuencias fatales.
Y vuelta a empezar.
No es el pecho el que oprime,
es el corazón el que te revienta.
Son las lágrimas que no alivian,
que no curan,
que no significan lo mismo.
Es pedir perdón a gritos
sin que te salga una sola palabra
porque no te queda aliento,
ni vergüenza que te obligue
a rendir cuentas.
También es compartirlo,
saber que no te pasa a ti sola,
que no estás sola en este mundo.
Pero eso no calma ni colma,
porque mal de muchos,
consuelo de tontos, no;
de tontos no,
de gilipollas perdidos,
que nos perdemos sin rumbo
al elegir caminos
que no tienen ruta de vuelta.
Cuando hay rencor
ya no queda nada 
que merezca la pena,
ni colores que mitiguen
el significado del lienzo,
ni ganas de levantarse,
ni la posibilidad de 
un vocabulario optimista.
Cuando todo esto cohexiste,
poco o nada importa
de lo que te rodeas
porque de lo que te rodeas
no pueden hacer nada para ayudarte.
Tenía razón aquel libro
cuando hablaba de la levedad del ser
y de la fragilidad de uno mismo.
Miles de cristales esparcidos
y sin sentido
que no volverán a componerse
en la misma cosa.
Te rompes por fuera y por dentro
y te aprietas bien fuerte
para ver si explotas.
Pero nada de eso sucede.
Solo sombras, soledad y silencio.
Más aterrador que tu principal miedo.
Miedo que ahora es tan insignificante
que simplificas resultados
deseando controlar el tiempo.
Hacia atrás y para adelante.
Pero solo eres presente absoluto
e inamovible.
El que te consume
y te desola,
no te posibilita aperturas.
Solo queda recogerte en ovillo
y querer morirte
o nacer en otro,
o nacer de otra cosa.

Hasta que ves la luz
al final del túnel,
porque la hay
aunque esté lejos,
tan lejos que pareciera
inalcanzable.
Pero llegas,
traspasas el umbral
y sales.
Y lo haces porque
es lo que tienes que hacer.
Todo gira,
todo sigue,
nada se paraliza
y la gravedad
te empuja a seguir intentándolo.
Así que lo hace con
la cabeza más alta que puedes
y el cuerpo herguido
aunque magullado.
Porque nos necesitan,
porque les necesitamos.
Y te das cuenta
que no has dejado de
ser referencia,
que no han dejado
de necesitar tu abrazo,
de que te piden la mano
haya pasado
lo que haya pasado.
Te perdonan
y te perdonas
y surge la fuerza
que te impulsa de nuevo.
Y reconoces
todo lo maravilloso
que haces,
la gran cantidad de cosas
bien hechas
y les das valor y méritos
por encima
de lo que no te ha gustado
hasta darte cuenta 
que eres mejor
de lo que pensabas,
aunque los tropiezos
siempre se signifiquen
exponencialmente
por encima de los éxitos.
Somos siempre mejores
de lo que pensamos.
Lo hacemos siempre mejor
de lo que creemos.
Acertamos muchísimo
más de lo que erramos.
Solo queda darse cuenta,
tomárselo en serio
y levantar la mirada
para que tus manos
sigan siendo el soporte vital
de lo que sostienes
y te sostiene
al mismo tiempo.

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