para reconocer
que estás en el límite,
o que estás al límite
de perder el control
de la situación.
Aquí es cuando suelo
adjetivar los sustantivos y verbos
con la rotundidad del puto y de la puta.
No solo pierdes la cabeza,
sino que pierdas la cuenta
de las veces.
Por eso me recuerdo
que más vale llorar
que gritar injustamente.
Cuando me elevo
al estado más primario
y emocional
de la realidad que percibo,
es cuando más tengo
que ganar y perder
al mismo tiempo.
Pero suelo caer derrotado,
decepcionado y avergonzado
por no haber sabido
estar a la altura.
Yo, que casi siempre
hago la lectura correcta
de las cosas,
me hostio de frente
perdiendo casi todos mis dientes.
Coincide con cuando
no he tenido el tiempo suficiente
ni las estrategias competentes
para el análisis,
para el necesario diagnostico
que me procure
la salida más acertada,
que no la más cercana.
Y otra vez en el fango,
en el más oscuro pozo
sin cuerda,
donde te arrepientes
de tu puta existencia
y de tu maldita estampa.
La periocidad de los errores
y el perdón de las supuestas redenciones.
Instantes que dejan huellas
y son tan deterministas
que no importan los arrepentimientos.
Cuando las causas y las consecuencias
son tan insignificantes
como absolutos se producen
los resultados.
Al límite es mi peor enemigo,
a la altura del nazi,
a la altura de la mentira,
a la altura de la traición.
El límite, el deseo,
el recuerdo y la voluntad
pueden estar en la misma canción,
pero nunca será una canción
auténtica y coherente.
Por estos parámetros
me muevo a veces,
cíclico entre
el bien y el mal,
entre las más absoluta miseria
y el inalcanzable éxito.
No tengo terapeuta,
pero debiera tenerla.
¡Me cago en mi puta vida!
y sobre todo
¡perdón a mis hij@s!
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