de fiebre muy alta,
aprendo que los besos
no quitan la fiebre.
He perdido la cuenta
de todos los
que le he dado
hasta el punto
de no saber
si los daba
por medir la temperatura
o por la pena
que me daba.
Con la única intención
de que me contagiara
su fiebre,
no he conseguido
calmarle
ni un poquito.
He perdido la batalla
entre los grados
que hacía en casa
y en la calle.
Su cuerpo combatiente
no se amilana
ante el virus,
pero desde fuera sufres
ante la impotencia
de no paliar los daños.
Porque lo único
que puedes hacer
es acompañarle,
pero te resulta
tan insuficiente
como la asignatura
que siempre
tuviste pendiente.
Besas como única
arma ante la incertidumbre
del paso de los minutos
y del efecto
del antitérmico.
Los labios queman
del desgaste
al rozar su piel
y lloras escondido
con cada baño
de agua tibia.
Ya no existe
planeta,
ni motivos,
ni consecuencias
que te importen más
que su cuerpo antorcha.
Una verdad
como un templo
en llamas.
Te gustaría
dejarlo todo,
y cambiarlo todo,
y ser tú el que
padezca los síntomas,
pero una vez más,
los besos no quitan la fiebre.
Me cago en dios
cien veces
porque tampoco
creo en los rezos,
ni en las peticiones astrales,
ni en leyes divinas.
No te alivias con nada.
Tu cabeza,
tu corazón
y tus impulsos
son un hervidero
de sensaciones descontroladas,
y cómo diría un amiga,
lo haces lo mejor que sabes,
lo mejor que puedes,
pero no basta
para ganarle terreno
a la fiebre
porque los besos duelen,
no le apetecen,
no los entiende.
Para mí,
esta es la parte
más dura y compleja
de la crianza.
Un acompañamiento
cuyos efectos
son indirectos
y escapan a tu control.
No es como
poner un límite.
No es afrontar una rabieta.
No es hacer un cambio
de pañal desde el respeto.
No es acompañar
el juego con una
mirada consciente.
Es estar y esperar,
y para eso
no estoy preparado.
Pero no me rindo,
te seguiré besando
hasta conseguir
la cura mediante el beso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario