Sin tiempo que perder,atravesamos campos
de girasoles,
molinos eólicos
y toros de Osborne.
Retenciones
por las ansias
de que algo cambie
de una vez.
Llegamos para
despedir al sol
por el horizonte
de la Patacosa.
Desabrochando
los velcros,
optamos por sentir
la arena fina y fresca
en la planta de los pies.
Un dejavú gallego
materializado
en el levante.
Con un año más
de experiencia,
explora confiado
un entorno
que le suena a algo,
que le recuerda uterino,
que él ya estuvo allí.
Por eso corre
sin miedo a la orilla,
ni al romper
de las tímidas olas,
porque hace tres años
ya nos encargamos
de pamaternalizar
el ambiente.
Y lo hace con
la sonrisa puesta
sin que se descuelgue
ni un ápice de emoción.
No es momento
de contenerse
cuando tienes
a las gaviotas tan cerca.
El agua tibia,
como los corazones,
nos previene
de un finde
donde quedarse
a vivir en una terraza
con vistas a las
huertas valencianas,
es la mejor
opción que tenemos.
Y lo sabemos
porque no hay horas
ni rutinas que valgan.
Porque por una vez,
la primera,
se queda dormido solito
en el sofá
mientras succiona fuerte
todas las expectativas.
Intimamos de madrugada
con ese aire húmedo
que permite conciliar
el descanso
y la reposición de fuerzas
para el día siguiente.
Porque el día siguiente
está lleno
de planes acuáticos
y risas buscadas,
ésas que a veces
cuestan tanto encontrar.
Así hacemos.
Volvemos a la vasta
extensión de la playa
para desayunar
barcos y medusas.
Pero ya no tenemos miedo,
precisamente
porque sabemos
que nos tenemos.
La única estrategia
que pactamos
es cerrar la boca
para que no nos entre
el agua ni la arena.
El resto de cosas
están permitidas
hasta el agotamiento
de todos los recursos
que llevamos.
Por eso nos pide
la mano para entrar al mar.
También para salir de él.
Porque sabe
que nada puede
pasarle
cuando se siente
acompañado.
Sólo teníamos esa tarea.
Piscina para desquitarse
los granos de arena
y paellita auténtica
para volver a armarse
con granos de arroz.
Una siesta estipulada
con la promesa
de un helado
a media tarde
y de una pizza
entrada la noche.
Chorretones de juego,
movimiento y abrazos.
Para eso vinimos,
no se nos olvida.
Aprende que su papá
ha sido capaz de mantener
una amistad desde
los doce años.
Amistad a la que luego
se sumó mamá
con apenas diecisiete.
Saborea inconsciente
todas las historias
que hemos escrito juntas,
porque siempre que nos vemos,
rememoramos
por lo menos algunas.
Cuando el levante
y el sur se unieron
en la meseta,
como el bombo y caja
para hacer orquesta.
Todo eso fuimos
Casi todo eso somos.
Por todo lo que seremos.
Hicimos colecho
las dos noches
como si lo hubiéramos
hecho desde siempre.
Porque no nos cuesta
adaptarnos
a las circunstancias
siempre que sepamos
y pactemos
que no vayan a ser
contraproducentes.
Esa es nuestra manera.
La misma desde
la adolescencia.
No hay nadie ni nada.
El cachorro se apropia
de la casa
y expropia cualquiera
de las emociones.
Es familia la que allí
estuvo conviviendo.
Es aparentemente numerosa
porque somos más
de lo que allí se esconde.
Alguna rabietilla
con típicos retos
de abajo hacia arriba
para estirar una cuerda
que le da pena
que se acabe.
Y lo entendemos.
Lo sabemos.
Pero no podemos dártelo todo
porque el todo
nunca va a ser suficiente.
No pasa nada.
Te ayudamos
para que te ubiques
y te acompañamos
el sentimiento.
Esa es la única certeza
de lo que siempre
podremos darte.
También nos hubiéramos
quedado más tiempo.
Tampoco nos gustan
las despedidas.
Sufrimos con los finales.
Pero tienes que saber
que con nosotras,
los principios
siempre vuelven.
_A Nere, Álvaro, Noe, Enzo y Dona_