mi hijo me castigue
no es una verdad
que él utilice en mi contra.
Sólo es una
interpretación adulta
embadurnada de
culpabilidad y complejos.
No le puedo exigir
que comprenda
que los martes
se rompa nuestra
rutina exclusiva.
Por qué cojones
tiene que entender
que los martes
llego más tarde
por trabajo
y que le acompañarán
otras personas que le quieren
pero que no son yo.
Con qué cara sudorosa
le busco para darle un beso
y me rechaza
porque estoy
fuera de contexto
nada más llegar.
Con qué palabras,
pocas y sencillas,
le cuento que ya he llegado
para quedarme
y que me gustaría
saber cómo lo ha pasado.
Es demasiado pequeño
para gestionarlo
y yo un corto de miras
por no conseguir
adaptarme (todavía)
a los martes.
Arrastro tanto
que me impide
ser neutral y objetivo,
y mira que lo intento.
Pero cada martes
tropiezo con la misma piedra
y me siento víctima
cuando en realidad
sólo soy un actor
en fuera de juego.
Me convierto en esa canción
que tanto llevabas esperando
y la satisfacción al escucharla
se queda a medio camino.
Hace muchos años
escribí el texto de
"Manifiesto de una
mañana incívica",
donde describía
mi precariedad laboral;
ahora, con un trabajo
que me completa
y al que complemento,
manifiesto mi precariedad
emocional para atender
ciertas necesidades.
Sigo odiando los martes,
pero ya no pongo
la diana en el mismo sitio.
Cada martes llego a casa
con el propósito
de hacerlo un poquito mejor
que el anterior,
y a veces lo consigo
y otras no,
porque son demasiados
factores los que me apabullan.
No quiero que suene
a justificación barata,
sino a enmienda
para seguir consolidando
el proyecto de crianza.
Y esto no lo puedo hacer solo.
Es verdad,
como me dijo,
que somos un equipo.
Así que nos sentamos
mientras la cena se enfriaba,
para discutir los términos
y la condiciones
que había que añadir
a la cláusula.
Y duele un poco
porque salen a flote
las equivocaciones
que cometemos
y los errores por
los que le pedimos
perdón
todas las noches.
Pero son justos
y necesarios
para seguir blindando
un acompañamiento ejemplar,
porque nuestro hijo
es el mismo
esté con quién esté;
somos nosotras
las que viramos
de una idea a otra,
de una actitud a otra,
de una dirección a otra,
alejándonos de la
coherencia que se nos demanda.
Los martes,
pese al desgaste,
debemos abrir la puerta
con sutileza,
flexibilizar los abrazos
y esperar pacientes
con toda la disponibilidad
que podamos,
la posibilidad de
que no quiera un cuento,
de que salte sin filtro
encima del sofá,
de que grite descontrolado
por cada rincón de casa,
de que no haya atisbos
de sonrisa
porque primero nos tiene
que expresar
unas cuántas cosas.
Así que toca,
más que nunca,
armarse de cosquillas,
con las manos abiertas
para cuando las quiera,
con pies descalzos
para sentir lo mismo,
de palabras más comprensivas
y honestas, si cabe,
para intentar acercarnos
con esa humildad
que requieren
los martes,
nuestro hijo
y nosotras.
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