durante el confinamiento
más duro.
Recuerdo que en
aquellos primeros paseos
con lupa tras la barbarie,
el cachorro,
con un año
y un puñado de meses,
se acercaba erguido
y tambaleante
a las fuentes
y me miraba como
preguntando qué era eso.
La atracción
de pulsar un botón
y que no pasara nada,
era tan decepcionante
como cuando no sabes
resolver un acertijo.
Las fuentes vuelven
a estar operativas,
ésas mismas
que no cuidan casi nadie.
Las que lamen los perros
las que tienen restos
de globos de agua,
las que hacen de foso
porque no filtra bien
el sumidero.
El caso es que
el cachorro
las redescubre.
Me pide ayuda
para pulsar un botón
para el que no tiene,
todavía,
la fuerza suficiente.
Lo hago
y sale un chorro de agua
generoso.
Él lo mira
y pone su mano
como quien
descubre el mar
y la sensación
de incertidumbre
por primera vez.
Pone la otra mano
y juega a lavárselas
con una magia rutinaria.
Los zapatos de tela
de verano
se le mojan
porque es la primera vez
que se enfrenta
a una fuente de barrio
y no sabe cómo posicionarse.
Ya lo aprenderá.
Pero la humedad
le molesta,
ya sabe expresar
lo que no le gusta
y lo que no quiere.
¡No quiero!
Son cuatro o cinco veces
las que tengo
que accionar la fuente
para que él
acabe sus ensayos.
Cuando termina espeta:
- Vamos a la biblioteca.
Abandonamos la fuente
sabiendo
que en su mayoría,
sólo somos agua.
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