todas y cada una de ellas
desde el momento
en que ponemos
los pies en el barrio.
Me gusta contar
que ha crecido
en los autobuses,
pero su evolución trasciende
al transporte público
para mostrarnos
cómo se desenvuelve autónoma,
independiente y libre
por el espacio público.
Bajamos del E3
pegando un salto,
con manos o sin ellas,
depende del día.
Nos abrigamos si hace falta
y corremos hacia
el escaparate
de la tienda de chuches y regalos.
"Yo quiero esto,
yo quiero lo otro"
"¿Me lo compras otro día?"
"Claro que sí, hija".
Todavía no está
en ese momento
en el que se enfada
si le digo
que no voy a comprarle algo,
pero llegará pronto.
Y no es malo que llegue,
seremos las adultas
quiénes pongamos normas
y demos sentido
a la regulación
de esa posesión compulsiva.
Me quedo en el umbral
y entra en la tienda de Xu
con una moneda en sus manos.
Sus coletas parecieran
que fueran más rápido
que ella
por la emoción inocente
de encargarse de comprar el pan.
Una situación que ha experimentado
mil veces
y que ahora es ella
quien se atreve a coliderarlo.
Vuelve con la barra
y me pide un cacho
bajando el escalón
en el que antes
tenía que apoyar
todo su cuerpo
en el suelo
para superarlo
y que ahora domina
por intuición.
Arranca alguna hoja
de los arbustos
y me las da indicando
para quién son.
Pasamos por el pasadizo secreto
al que solo se atreve entrar
si va acompañada del Tate,
si no, pasa de largo
casi con desprecio
sabiendo que es
un lugar compartido.
Comienza el primer tramo
de equilibrio,
una barandilla que afronta
por la parte de fuera
habiendo casi medio metro
de vacío.
Lo recorre porque
ya se sabe mayor,
antes se limitaba a mirar
cómo lo hacían el resto.
Tarda mucho
porque va despacio
pero segura,
sin detenerse
y con un control
de la situación exquisita.
Somos las mayores
las que le metemos prisa
porque la paciencia
de un camino a pie
se desgasta poco a poco.
Un carrerón
para ahuyentar
a las palomas y gorriones
que buscan migas y restos
en la misma zona de siempre
para llegar al taller
y saludar a Alfredo,
un vecino del que se ha hecho amiga
por su insistencia en saludar
día a día tras la vuelta.
Orgullosa, separa su camino
del mío para escoger
el desvío donde ella
va por la izquierda
y yo por la derecha.
Sabe que tiene que tener
cuidado con las cacas de perro
que sus dueños irresponsables
no han recogido con anterioridad.
La espero en el paso de cebra
para que me dé la mano 🫱;
me la da y cruzamos colmadas
para retirarme la suya
con fuerza a escasos centímetros
de llegar de nuevo a la acera,
no lo puede evitar.
Comienza el segundo tramo
de equilibrio
en el que ahora,
por ya no llevar carro,
la puedo acompañar.
Sigue los mismos pasos del Tate
y hace exactamente las mismas cosas
que hizo su Tate en el pasado.
Sé que es la última vez
que acompañaré estos rituales,
por eso no desespero.
Empalma con el tercer
tramo de equilibrio,
un bordillo alto
que no tiene peligro
en ninguno de sus márgenes.
Un pie 👣 delante del otro,
desafiantes.
Ya no quiere ayuda,
solo que la miremos.
Las viejas vecinas del banco
la están esperando
para arengarla en su tarea;
siempre pasa de largo
entre orgullosa y avergonzada.
Llegamos a la media luna
y sabemos que ya queda poco.
Nos paramos en la segunda ventana
para ver si está el gato,
el primo de Clio,
un europeo común
que nos mira con recelo
cuando está a través
de la ventana.
Si no nos está esperando
siempre pensamos
que estará durmiendo.
Recorremos la media luna,
generalmente corriendo,
y solo nos detenemos
a coger alguna pinza
y a observar una bici
anclada a una farola
que no tiene sillín.
Cruzamos la esquina,
sorteamos el último bordillo
y llegamos al portal,
×UnRefugioEnTuPortal×.
Se sube a la estructura
de la puerta 🚪,
meto la llave y la abro
y ya solo nos quedan
67 escalones
para llegar a meta:
La Mariana.
Un trayecto de cinco minutos
se convierte en otro
de media horas o tres cuartos
siempre y cuando hagamos
todas las mismas cosas de siempre.
Todas las posibilidades
que son invisibles
bajo la mirada adulta,
son redescubiertas
al observar a una niña
de dos años y medio.
_A las vueltas a casa 🏠_
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