en el sofá abierto del sofá,
me despierta
la luz de la luna casi llena
entre los recovecos
del follaje del Plátano Oriental.
Pensé en las letras peligrosas
y en todas las cosas maravillosas,
en las margaritas con
su tallo doblado
mientras mis hij@s
padecían fiebres
y yo no me enteré de nada,
como ese último martes
en que llegue tarde
y él ya estaba dormido.
Sentí la ausencia del frío
y el grosor de la almohada,
el chocolate de madrugada
y el café de los despertares.
Recordé la pesadez de julio
y la sobreexplotación de junio
y me acomodé en el confort
del trabajo bien hecho
y en el poco reconocimiento.
Sufrí por todas las horas perdidas,
mientras ponía el foco
en otro sitio irrelevante.
Escudriñé la salud mental
de las sociedades,
la precariedad laboral,
la mediocridad del sistema educativo
con el auricular derecho perdido
sonando una entrevista
de contenido social.
Con los pies colgando
y los brazos dormidos
al soportar todo el sobrepeso
de mi cuerpo.
Las cefaleas intermitentes,
los intrusos en lugares comunes,
la desidia, el cansancio, el hastío.
Me dicen que el gesto
me cambia en verano,
para mal,
como de asco,
como pa' no.
El sudor por todas partes
y el aire maqui de los montes.
Ajeno al mundo
y ambiguo en mi casa,
qué ansiedad.
Gargantas irritadas
y pantalones de pijama exiliados,
vasos de agua,
meadas a media noche
y sueños de los
que no se acuerda nadie.
Es raro despertarse
de madrugada
y que se te abra
un mundo de posibilidades,
por eso hay que estar alerta,
para que no te pierdas
una imagen excepcional
por un pestañeo,
o para que el puto dolor
no te pille tan desprevenido.
Hay veces que se
puede vivir más de noche
que de día
y no hace falta emborracharse,
pero si fuera así,
eso que te llevas.
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