desde el Puerto de San Isidro
a Naveces, Asturias.
Todo un año planificando
nuestro viaje al Norte
y cuando llegamos
la frenada nos amortigua suave
el brinco que nos impulsa
para todo lo que
estábamos buscando.
La casa de Yayo
era de 1710,
pero rebosaba una
hospitalidad milenaria.
Hicimos los desayunos
y aperitivos en el jardín,
les pusimos pegatinas
de colores a unos
cuantos caracoles
y abrimos las puertas
por la mitad
porque en los pueblos
las cosas se hacen
de manera distinta.
Las Bahínas fue
la primera playa
y huir de la espuma
saliente de las olas
nuestra actividad favorita.
Una piedra de cada cala
para añadir otra colección
sagrada,
recorrer decenas de metros
para tocar un agua
que climáticamente
debería estar más fría,
traernos arena pegada
en el cuerpo a Madrid
porque las históricas
minas de carbón
se arraigan como la mejor
de las relaciones.
Nunca entendí por qué
los surferos tienen
más derecho
al terreno oceánico,
mientras el resto
asumimos la prohibición
del baño en un lugar público.
La supuesta categoría pija
de la de Salinas,
el enclave paradisíaco
dónde confluyeron
unos cuentos curros
de La Ñora,
la utilizada popularmente
los fines de semana
de Santa María del Mar
donde aparcar es un reto,
pero en la que coger las olas
fue toda una hazaña.
La suerte que tuvimos
en no cruzarnos a nadie
en aquel camino de doble sentido
durante 7 días y 6 noches,
se contaresta con
cuando nos toca
elegir cola para pagar el peaje.
Ninguno y cada uno
de los kilómetros
fueron en balde
pese al precio
del carburante.
Asturias,
en cualquiera de sus variantes,
es otra movida,
lo sabéis vosotras
y lo sabemos nosotras.
Por eso es una especie
de respiro ante tanta
criminalización padecida
durante el año.
Cada mirador,
cada camino estrecho,
cada animal de campo,
cada pueblo escondido,
cada túnel oasis,
cada paisano que acoge
el turismo destructivo,
son medicinas naturales
para combatir las carencias
del curso.
Los faros atalayas
como el de Avilés
y Cabo Peñas,
algunos nuevos
y otros redescubiertos
con otras piernas;
los precipicios grietas
que te enseñan
dónde es mejor no caer,
pero que sin embargo
te embriagan la observación;
una ciudad entera
como la de Gijón,
con su Cimadevilla
como estandarte,
con sus cuestas sin meritocracia.
Volver a lugares conocidos
y queridos
con gente pequeña, nueva
y amada,
es otra manera de viajar
hacia lo salvaje,
con un desconocimiento
propio y humilde
de quiénes quieren
volver a sorprenderse
con la inocencia de un niño.
Lo hemos vuelto a hacer,
con todas las intensidades
que arrastramos
pero con una voluntad sana
y exploratoria
de lo que no podemos
disponer el resto de meses.
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