desde que estamos
en La Mariana,
relatar las noches de Champions.
Esta vez con hij@s,
la primera,
vestid@s de un equipo
por herencia familiar.
No sabemos si en un futuro
será su equipo,
o si ni siquiera tendrán alguno,
pero mientras tanto,
celebramos con amig@s
y seres querid@s
algo que nos hace ilusión.
La excusa perfecta
para volverse a ver
y rememorar otros tiempos
dónde veíamos y hacíamos
las cosas
de manera distinta.
Casas nuevas,
nuevas incorporaciones
y un poco más madur@s,
pero en esencia,
la misma gente
que se configuró
durante la adolescencia.
Aquí no prima el fútbol,
ni siquiera un ocio
medianamente dirigido.
Aquí lo que priman
son los rituales,
los cuidados
y el paso del tiempo
que se blinda caprichoso
mediante lazos
con sabor a toda la vida.
Para que se entienda bien,
no hemos visto
ni un solo partido
de la fase de grupos
ni de las eliminatorias.
Me levantaba al día siguiente
y veía un resumen por internet
de lo que había ocurrido
el noche anterior.
Porque no puedo negar
que me hiciera ilusión
que fueran ganando
mediante remontadas históricas,
pero sí que puedo defender
la certeza
de que las prioridades
cambiaron hace mucho,
sin consecuencias deportivas
ni nostalgias malavenidas.
En los seis años
de La Mariana
hemos vivido cuatro noches
como la que
me ocupa ahora mismo.
Con sus diferencias y peculiaridades,
pero con ciertos puntos en común
de las tradiciones
que no excluyen a nadie.
De verdad que escribo
no por un deporte
que ya parece un negocio,
una empresa mediática
y multimillonaria
con la que ya no
comparto casi nada.
Escribo sobre estas
finales europeas
porque siempre
nos han conducido
a los mismo sitios,
con las mismas personas
y las sonrisas de siempre.
Una especie de homenaje
a la memoria
para decir recordar
con orgullo
dónde vimos
la de aquel año,
en qué casa
y con qué anécdotas.
Parecido a los mejores
recuerdos de infancia
que no te cansas de traer
al presente
y que te unen,
aún más,
con quien compartiste
aquellos momentos.
Es solo eso,
retales de nuestras relaciones,
que año a año
crecen y se fortalecen,
sobre todo lo que acumulamos
el resto de meses
que no son mayo.
Son solo eso.
Momentos históricos
de tu memoria
que guardas con
mucho cariño.
Por eso esta vez
vimos el partido
en mi casa antigua,
la que me dieron
mis pamadres;
con mi padre
que es un holligan,
su madre,
que es mi abuela y su bisabuela,
que con casi 90 años
es una férrea seguidora,
y mi madre,
que nos abasteció
de caracoles y gallinejas
para celebrar en familia
la primera copa de Europa
de un nieto
que es el orgullo
de tod@s sus mayores.
No sé si me estoy explicando bien.
Que no es por el fútbol.
Ni por el equipo que te viene dado.
Son por todas esas cosas
que subyacen al evento
y que marcan un
día en el calendario
con implícitas emociones.
Por eso sigo escribiendo
sobre las finales
y quiero seguir haciéndolo
en años posteirores.
No por postureo
ni porque hagamos
de un escudo
nuestro mandato sagrado,
sino por el ambiente festivo
que no hace falta
que sea justificado.
No es falso
que suficiente hemos pasado ya
como para que ahora nos de vergüenza
juntarnos para celebrar algo
que si bien
el lunes la vida sigue
haya pasado lo que haya pasado,
sirve como un chute de energía
para recordarnos
aquellos años
en los que compartíamos algo.
De eso se trata
escribir de la decimocuarta,
de que se queden grabados
los detalles
de aquel día de finales de mayo,
donde en comparación
con la decimotercera,
todo ha cambiado.
_A Rubén, Sara, Carmen, Álvaro, Nere, Julen, Papá, Mamá, Bisabuela, Noe, Gala Y Enzo_