se resume en eso:
en una indefensión
tan abrumadora,
que te cuestionas
y con razón,
si merece la pena
intentar estar a la altura.
Poner límites
no debería ser de valientes,
debería ser condición
y posibilidad
para favorecer un cambio
previsiblemente a mejor.
Esto puede suceder en casa,
en la calle e inevitablemente
en los curros.
No me refiero a límites
laborables o empresariales,
esos seguro que son muy mejorables,
me refiero a los pedagógicos,
a los más estrictamente humanos,
a los que procuran conocimiento,
contexto y explicación.
Se da por hecho
que en esa relación profesional,
siempre tiene que haber
una figura de subordinación,
la que acata, la servilista,
la del redil y la fosa común.
¿Acaso me refiero a la nuestra,
a la mía?
No, queridas, estáis muy equivocadas.
Estoy cansado de gurús
y expertas defensoras
de lo que lo que digan
las familias va a misa
por el hecho de ser una familia.
Estoy cansado del desgaste,
de la factura que te pasan
varias veces por semana,
de la vulnerabilidad de nuestra práctica
porque hemos estudiado
muy bien lo que es un niño, niña, niñe
y además, estamos
en la obligación de asumir
las medicriodades familiares.
Y no, no me refiero a sus circunstancias
o historia de vida
o experiencias que arrastren,
tan lícitas y legítimas
como cualquier otra.
Me refiero a la exigencia autoritaria,
consciente o inconsciente,
pero históricamente visible,
a la que nos someten
por ejercer los cuidados
y basar tu práctica
en el acompañamiento consciente.
Aunque parezca mentira,
hay cosas que aunque no se vean existen.
Para unas puede ser dios,
para otras puede ser amor,
para otras soledad, depresión o nostalgia
y para otras puede ser el ambiente
en el que se incluye.
Tengo el estilo suficiente
como para que te des
por aludido
sin que puedas
incriminarme por ello
y las razones suficientes
como para ponerte la cara colorada
sin utilizar ni un solo insulto
de los que me gustaría llenarte.
Lo reconozco,
las líneas anteriores
son pura soberbia.
Pero también son rabia
y desilusión,
odio y desconcierto,
caos y agresividad.
Es la violencia
que me pide el cuerpo
y el corazón,
las que en un texto
manifiesto
y con la que fantaseo
en una realidad del puto desahogo.
Me gustaría vernos, o no,
en otro contexto, colega.
Cuando lo que siento
se denomina o se parece
a la injusticia,
es cuando precisamente
más me afectan los hechos,
las opiniones y las justificaciones.
No hay duda
de que en mi vida privada
no solo te pondría
de vuelta y media
esa sutil
pero virilidad extrema,
ni de que aniquilaría tu ego,
tus posibles complejos
y tus ocultas vergüenzas.
No hay duda
de que te lo diría
mirándote a lo ojos,
aunque no importe nada,
para hacer justicia
a tanta desigualdad.
No solo no es mi culpa
toda tu mediocridad,
sino que no es mi responsabilidad
acogerla y atenderla,
quizá eso con la psicóloga.
Todo esto puede parecer exagerado
o quizá no entiendas una mierda
de a qué me estoy refiriendo,
pero no importa,
así funcionan las pulsiones,
solo que unas tenemos clase y elegancia
y otras no han superado
los berrinches de la infancia.
No pasa nada, estamos aquí
para sosteneros sin juicios.
Y es verdad que lo hacemos,
porque pese a tenerlo
casi todo en contra,
diferenciamos tan profesionalmente
los márgenes,
que nadie notaría
que le caes como el puto culo.
Si amigo, somos personas
y sentimos y padecemos
como cualquier otra
se dedique a lo que se dedique,
pero sabemos dónde
están las líneas rojas
y partimos desde la profesionalidad
de nuestra práctica.
Otra cosa es
lo mal que se nos da
retirar la cara
cuando nos van a dar
un bofetón con la mano abierta,
eso también se llama
estar alejadas del feminismo,
o del empoderamiento,
o de la verdad más absoluta
de respetar a cualquier ser
de la faz de la tierra.
Por eso lo he titulado indefensión.
Por la sensación pusilánime
de caer derrotadas siempre,
ya no solo por cómo
está montado el sistema,
sino por personas
que son personas,
por cumplir
con alguna a de las condiciones
del ser humano,
no porque tengan atisbos de humanidad.
Tengo tanto estilo
(esto ya es prepotencia)
que podríais llegar a leer esto,
darte por aludido,
y no poder demostrar
ante el juez que lo escribí
por ti.
Tengo tanta conciencia de clase,
que te he puesto un límite
con una contundencia
tan arraigada al amor
por la infancia,
que se te han encogido los huevos.
Cierre al salir, señoría,
pero sin hacer ruido.
Menos mal que nos queda
la escritura y la expresión libre,
aunque no sé por cuanto tiempo.