que leo a diario,
entre el lunes y el viernes,
dependiendo
de si lo hago a la ida,
a la vuelta
o en ambas.
Nunca he sido
de leer en casa.
Tampoco por las noches
exceptuando
cuando me encuentro
en el primer tren
de la mañana.
Quizá por eso
me resisto a sacarme
el carné de conducir
por la inflexibilidad
que tendría para leer
cuando voy de A a B.
Durante el día
rumio aquellas
cientos de líneas
que me han dado
tiempo a leer.
Pienso en algún
personaje incompleto,
aprendo alguna
palabra nueva
y me regocijo
en aquellas
situaciones literarias
que me han llamado
la atención.
Poquito a poco
consumo el libro
como quien se fuma
un cigarro y lo apoya
en un cenicero
mientras se apaga
hasta la próxima calada.
Llevo leyendo
con seria asiduidad
desde los 12 años.
Eso se lo debo a mi padre
y a su biblioteca
de escayola en el salón,
a mi madre
y al libro que me regalaba
sin excusas
de fechas especiales,
y a la librería del barrio,
la misma que hoy día
sueño con atracar y desmantelar
como el tesoro más antiguo.
Entre esas 20 y 50 páginas
susceptibles de ser leídas,
encuentro uno
de los momentos
más íntimos
que me pide la vida
de vez en cuando.
El tiempo pasa
mientras escucho
por el megáfono
el nombre
de la siguiente estación,
y mientras también
se escucha el estético
y crujiente ruido
con cada página al pasar.
Es una parte transcendental
de mi día a día
como lavarse los dientes,
hacer la cama
o besar al saludar.
Cuánto más diré el viaje,
antes conoceré el final
de cada historia.
De momento, hoy,
sólo avanzaré 20 páginas
porque me vi
en la extrema necesidad
de escribir este texto.
_A mis libros_
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