Siempre le ha gustado
que le rascásemos la espalda.
Me recuerda a mi Tito,
el bombero, seguramente él responsable
de mi interés repentino
por las izquierdas,
las diversas y enriquecedoras
izquierdas.
Él siempre nos pedía
que le rascásemos la espalda,
de cualquier manera,
imagino para sentir el tacto
de cualquier ser querido.
Mientras le acaricio
más que rascarle
le observo la cara
y no tiene nada de niño,
o eso me parece a mí.
Solo seis años
y sus tres primeros
me parecen tres planetas
inalcanzables.
Saboreo el momento
y me apena el pensar
cuando ya no nos
toquemos así.
Yo no recuerdo
haberme tocado así con
mi padre,
insisto,
no lo recuerdo
aunque sí pasase.
En todo caso me parece
una mierda no acordarse
de estas cosas
siempre que hayan sucedido.
Yo nunca he querido
ser como mi padre,
pero sí espero
que el quiera ser como yo
en algún sentido.
Mientras recorro
su piel con la yema de mis dedos,
siento que aprieta la tripa
para tirarse un pedo.
Y no le sale,
pero nos reímos
un buen rato.
Es él quien me recuerda ahora
que yo no puedo oler,
pero sí que podría escuchar
el mar de la playa con mis oídos.
Es él quien me descubre
que yo no puedo oler un caracaol,
pero sí que podría ver al niño
que está gritando
que ahí hay un caracol
con mis ojos.
Para acabar su reflexión
me dice
que yo sí que podría ver
cómo se aleja un globo
y cada vez se hace más pequeño
mientras él ahueca sus manos
en la cuenca de los ojos
haciendo como si fueran
unos prismáticos.
Yo no contaba con escribir
este texto,
pero una vez más
me paré a escuchar
y me dice enseñaron
algo nuevo,
otra vez mi hijo,
otra vez que mi legado
se construye gracias
a sus pensamientos.
Le quité restos de la cena
de la comisura de sus labios
con mi dedo húmedo de saliva
y reconocí
que no podría parecerse más
a su abuelo y bisabuela materna.
Que la afonía
la lleva de serie
y que los movimientos
de su boca están
más que determinados.
Pensé otra vez
que ya no cabe entre
mis brazos,
que ya no es el niño
del que me enamoré,
sino que ya estoy enamorado
de otro niño más mayor.
Y da un pelín de vértigo,
pero también mucho orgullo
al detectar que has captado
un momento único
que ya no borrarás
de tu memoria
como tantos otros cientos.
Rascarle la espalda
es una especie de contrato
no escrito
que tenemos con
nuestro hijo
y aunque se pierda,
el contrato,
no dejará de haber contacto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario