Sube al tren un hombre antiguo sostenido con bastón y por reflejo me ofrezco a buscarle asiento, a lo que con un monólogo exquisito de carácter histórico me responde:
- No te preocupes muchacho. ¿A que no sabes cuántos años tengo?. Te diré que 91 sin querer hacer alarde. Y me siento bien, tan bien como un roble. Siempre me ha gustado caminar. Llevo jubilado 30 años y casi diariamente he ido a Madrid unas cuatro diarias para andar y ya de paso conocer la ciudad en la que vivo. Siempre que vuelvo de mis paseos procuro hacerlo de pie, uno no sabe si al sentarse podrá volver a levantarse.
Nací en 1924, cuando estalló la guerra yo tenía 11 años. Aquella si que fue una época dura, tan dura como mala mires por donde lo mires. Yo soy gallego; vivía en Lugo y mis abuelos se pudieron permitir llevarme a un buen colegio pero, cuanta hambre pasábamos. A los 15 años tuve que dejar de estudiar para ponerme a trabajar. Los peores años de hambre fueron el 40 y el 41, me di cuenta que venían tiempos peores que la propia guerra. No teníamos nada que llevarnos a la boca, no se me olvidará. En el 45 me llamaron para la instrucción militar; 23 meses en las fuerzas navales en los astilleros de Pontevedra. Cuanto me alegré en sus día de que la instrucción dejase de ser obligatoria, ¿por qué obligar a la gente a nada? me he dicho siempre a mi mismo. Yo era fuerte, muy fuerte; todo el día limpiando y con tareas de mantenimiento, eso sí, comer poco o nada. Las raciones pasaban por un cazo de agua con cuatro espinas. Tenía que taparme la nariz mientras tragaba para no saborear la comida. ¡Asqueroso!, todavía lo pienso y me entran ganas de vomitar. Pero lo peor de todo era la humillación constante a la que nos veíamos sometidos por parte de los otros, panda de cabrones. Se divertían a nuestra costa; nos sacaban a cubierta para que a modo de juego, a modo de espectáculo privado, nos mandaran subir los mástiles a tropel. Unos detrás de otros, pisándonos, arrastrándonos a duras penas para ver si caíamos desde lo alto a la red que se encontraba varios metros abajo...y se reían, se divertían. Tenía a un compañero vasco que era un gigantón, casi dos metros de mole de espalda infinita. Los oficiales le mandaban formar estático y le rodeaban mientras se burlaban golpeándole o tirándole basura. El no se movía ni gesticulaba. De un simple manotazo les hubiera matado, pero jamás se movió...¡ahí mis vasco el gigantón!. Cuando nos dejaban pasear nos obligaban a llevar un libro en la cabeza, memorizándolo de cabo a rabo, y aprendí una de las frases que jamás se me olvidará: "El que manda más, sabe más y por lo tanto lleva razón".........-
Llegamos a nuestra opresiva estación de destino y nos separamos. El hombre roble me regaló su testimonio demostrando que la frase grabada a fuego en sus heridas, se perdió ahogada en el fondo del mar del que ni un solo día le dejaron disfrutar.