Una PCR,
carretera
y manta.
El advenimiento
de unas vacaciones
víricas
con el empuje
de los anticuerpos.
No tener carné
no ayuda en nada,
pero ser acompañante
de una silla
homologada
tampoco es fácil.
Cada uno hace
lo que puede.
San Ciprián
de tejados
de pizarra
y cuestas
donde se cala
el coche.
Lo que no consiguen
calarnos
son los abrazos,
esos
se quedan perennes
y arraigados
al músculo
que más late.
Allí nos demostraron
que un gallinero
es la representación
perfecta del patriarcado.
El mando único
de un gallo
agasajado
de pollas y pollos.
Lo que no sabía el gallo,
es que estábamos
planificando
su asesinato,
somos más de
gallinas empoderadas
que de machos beatos.
Noches fresquitas
con caricias de
quince años.
El vocerío
de las estrellas,
los ladridos
de los desplazados
y los grillos extasiados.
Atravesamos
el río Tera incontables
veces,
cruzando puentes
al sonido del claxon,
jugando en parques
de 1987.
También tocamos
juncos,
los mismos
que durante el año
nos proporcionan
cuidados.
Qué decir del Lago,
con su origen glaciar
siendo el más
grande del estado.
Nos descalzamos
y lo pisamos,
viendo playas,
montañas
y caminos
antiguamente
dominados
por lobos.
Del pueblo a la Puebla.
Estratégicamente
defendida,
estéticamente
lienzo.
Infinitas piedras
de cuesta
hasta llegar a su castillo.
Volvimos a portear,
desde hacía un año,
para seguir el recorrido;
esta vez a la espalda,
con la vista descubierta
y el poderío
de ser un niño.
Soñamos
con gigantes y cabezudos
de fiestas patronales
que este año
no iban a ser celebradas,
y ríos,
muchos ríos
con menos agua
de la que nos gustaría.
Pastoreamos
con simbolismo
y palos,
nos hicimos
más antifascistas
y a la fiebre
la emplazamos
esperando los resultados.
Demasiado calor,
muchas escaleras
y un maletero cargado.
Porque esta vez,
no se nos olvidó nada,
ni siquiera,
seguir caminando.